(Felicidades) Kamchatka es el lugar en el que resistir
Hace días que lo único que se veía de la dra. Kamchatka eran cuatro pelos rizados sobresaliendo de entre una montaña de libros. Como leones mansos, se dejaban acariciar por ella, pero sin revelar en qué hojita de la jungla dormía el enigma que la tenía tan intrigada. Encontrar, no buscar, repetía una y otra vez mientras mascaba un jugoso regaliz de palo (por lo que nadie la entendía).
El papagayo, la golondrina, la cacatúa, la pareja de cigüeñas, el gato de Chelsea en el arbusto de boj, el lagarto y la lagarta con sus delantalitos blancos y las tortugas con su tablero de ajedrez a la espalda se miraban preocupados. El conejo Antonio también estaba, sólo que por lo mismo que las vías del tren no se meten en los corazones, era incapaz de inquietarse como ellos. Aún así, su naricita le decía que algo pasaba, y aquella tarde decidió cocinar moussgo de chocolate para llenar ese huequito en las tripitas de sus compañeros. Le salió tan bien que los pajarracos batieron las alas de puro contento y sin querer rompieron algunos inventos, el gato de Chelsea se desternilló y luego tardaron horas en volverlo a montar, los lagartos de tanto dar palmas perdieron su anillito de desposados (por fin somos libres!!! .- exclamaron, y se enamoraron por primera vez), y las tortugas del estrés que les entró con tanto bamboleiro temblequearon de tal forma que se les movieron las fichas de la partida que llevaban siglos jugando y protestaron con sus puñitos la una sobre la otra hasta que inventaron el fragor del tambor, y llegó la paz y la dra. Kamchatka con su pipa por la puerta.
-¡Tanto pico tanta pata, la oca se vuelve loca!.- gritó entre risas ahogadas por abrazos plumíferos.
Traía los pelos blancos alborotados y cara de regocijo. En algunas ocasiones, hacía excursiones con los brazos abiertos y así es como pescaba las sorpresas que a otros se les resbalaban entre las manos como en los cuentos. Unas veces eran salmones rosados, otras, cojines de coraje de cisne, corales irisados, escamitas de sirena, collares de centauro… Y esta vez, algo abultaba en su saquito de raso verde.
- AAAGGGGHHH.- se oyó. ¡¡EZTO PINCHA!! .- ¡Ay, me laztimé una patita, ayyyy!
No se puede ser torpe y cotilla a la vez, pero eso ve y explícaselo a un conejo alegre y saltón…Rauda y veloz, después de hacerse un siete en el vestido con la esquina de la mesa, romperse un tacón y estornudar levantando una humareda de polvo y pelusas (tengo que pasar la aspidistra pero ya!.- pensó), la dra. K acudió a curarle la garrita a su querido Antonio (de jarabes nada, monada, sólo besos por favor). El acebo pincha, tontolhaba, a ver si aprendes.- le dijo.
Cuando ya todos estuvieron tranquilos, ella misma sacó las ramas de acebo que había guardado en su bolsita, pero en vez de ponerlas en un jarrón como con el resto de los vegetales, las acelgas, las espinacas, los cardos y los espaguetis, las posó en su mesita entre los libros. Agarró uno bien gordote que estaba ronroneando, se conectó al altavoz para que pudieran oírla bien y les leyó la historia de los urugallos una y otra vez hasta que todos sintieron revolotear en el estómago que hay una diferencia entre la verdad y la superstición, aunque las dos sean mágicas. Así supieron de cómo los urugallos habían sido las primeras aves en despertar y ver al sol bostezando, y de cómo tal suerte había sido castigada por el resto de los picos, que de tanto dormir, tenían los ojos pegoteados y llenos de legañas. Los urogallos fueron desterrados. Muchos tuvieron que disfrazarse para poder seguir viviendo y se fueron apagando. Los que quedaron, empezaron a morir de hambre, pues como ya eran muy poquitos, ningún agricultor quería plantarles acebo, pues no les salía rentable, y era lo único que aquellos podían comer, Llegado el momento, quedaron sólo dos, los únicos que habían aprendido a batir las alas con más fuerza que la lógica aplastante de los carniceros. Como estaban un poco ce-gatos de tanto mirar al Sol, tardaron una eternidad en encontrarse.
La dra. Kamchatka no pudo descansar hasta que un cuco travieso le acabó contando (a velocidad de una palabrita por hora) donde encontrar un lugar para estos bichos.
Esa noche, cuando Antonio fue a deslizarles en su nido el mapita sobre como llegar al paraíso, pensó: sólo los urogallos sobrevivirán.
Y lloró, porque era la primera historia de amor que conocía.
El papagayo, la golondrina, la cacatúa, la pareja de cigüeñas, el gato de Chelsea en el arbusto de boj, el lagarto y la lagarta con sus delantalitos blancos y las tortugas con su tablero de ajedrez a la espalda se miraban preocupados. El conejo Antonio también estaba, sólo que por lo mismo que las vías del tren no se meten en los corazones, era incapaz de inquietarse como ellos. Aún así, su naricita le decía que algo pasaba, y aquella tarde decidió cocinar moussgo de chocolate para llenar ese huequito en las tripitas de sus compañeros. Le salió tan bien que los pajarracos batieron las alas de puro contento y sin querer rompieron algunos inventos, el gato de Chelsea se desternilló y luego tardaron horas en volverlo a montar, los lagartos de tanto dar palmas perdieron su anillito de desposados (por fin somos libres!!! .- exclamaron, y se enamoraron por primera vez), y las tortugas del estrés que les entró con tanto bamboleiro temblequearon de tal forma que se les movieron las fichas de la partida que llevaban siglos jugando y protestaron con sus puñitos la una sobre la otra hasta que inventaron el fragor del tambor, y llegó la paz y la dra. Kamchatka con su pipa por la puerta.
-¡Tanto pico tanta pata, la oca se vuelve loca!.- gritó entre risas ahogadas por abrazos plumíferos.
Traía los pelos blancos alborotados y cara de regocijo. En algunas ocasiones, hacía excursiones con los brazos abiertos y así es como pescaba las sorpresas que a otros se les resbalaban entre las manos como en los cuentos. Unas veces eran salmones rosados, otras, cojines de coraje de cisne, corales irisados, escamitas de sirena, collares de centauro… Y esta vez, algo abultaba en su saquito de raso verde.
- AAAGGGGHHH.- se oyó. ¡¡EZTO PINCHA!! .- ¡Ay, me laztimé una patita, ayyyy!
No se puede ser torpe y cotilla a la vez, pero eso ve y explícaselo a un conejo alegre y saltón…Rauda y veloz, después de hacerse un siete en el vestido con la esquina de la mesa, romperse un tacón y estornudar levantando una humareda de polvo y pelusas (tengo que pasar la aspidistra pero ya!.- pensó), la dra. K acudió a curarle la garrita a su querido Antonio (de jarabes nada, monada, sólo besos por favor). El acebo pincha, tontolhaba, a ver si aprendes.- le dijo.
Cuando ya todos estuvieron tranquilos, ella misma sacó las ramas de acebo que había guardado en su bolsita, pero en vez de ponerlas en un jarrón como con el resto de los vegetales, las acelgas, las espinacas, los cardos y los espaguetis, las posó en su mesita entre los libros. Agarró uno bien gordote que estaba ronroneando, se conectó al altavoz para que pudieran oírla bien y les leyó la historia de los urugallos una y otra vez hasta que todos sintieron revolotear en el estómago que hay una diferencia entre la verdad y la superstición, aunque las dos sean mágicas. Así supieron de cómo los urugallos habían sido las primeras aves en despertar y ver al sol bostezando, y de cómo tal suerte había sido castigada por el resto de los picos, que de tanto dormir, tenían los ojos pegoteados y llenos de legañas. Los urogallos fueron desterrados. Muchos tuvieron que disfrazarse para poder seguir viviendo y se fueron apagando. Los que quedaron, empezaron a morir de hambre, pues como ya eran muy poquitos, ningún agricultor quería plantarles acebo, pues no les salía rentable, y era lo único que aquellos podían comer, Llegado el momento, quedaron sólo dos, los únicos que habían aprendido a batir las alas con más fuerza que la lógica aplastante de los carniceros. Como estaban un poco ce-gatos de tanto mirar al Sol, tardaron una eternidad en encontrarse.
La dra. Kamchatka no pudo descansar hasta que un cuco travieso le acabó contando (a velocidad de una palabrita por hora) donde encontrar un lugar para estos bichos.
Esa noche, cuando Antonio fue a deslizarles en su nido el mapita sobre como llegar al paraíso, pensó: sólo los urogallos sobrevivirán.
Y lloró, porque era la primera historia de amor que conocía.