Prefiero la capoeira
La última vez que salí a un escenario sangraba de la nariz.
A Leticia se le deslizó un tirante del tutú y cuando la vieron correr llorando desconsolada a su camerino todos pensaron que era por la teta y no por el telón.
Me acuerdo de Sofía de vez en cuando.
Llevo un rato intentando escribir un párrafo sobre ella y no me sale. Vuelve a intentarlo, me habría dicho sin mirarme. Habría bastado. Fumaba en clase.
Decía, sólo es posible tropezarse con la duda. Y ese día empañábamos los espejos.
No decía nada, no encendía el tocadiscos. Eran horas dedicadas e entrenar al músculo a no dudar, a hacerse elástico. No se podía llorar, en el caso contrario habríamos empañado los espejos. Ella lo llamaba extensión y cuando te apretaba en los muslos para que te abrieras de piernas hasta tocar el suelo no se quitaba las botas de tacón de cuero negro. Prometo que no es fantasía.
Esto mismo, después, lo he visto en muchas partes. Sofía, de haber sido guitarrista, habría sido el flautista de Hamelin.
Y esto no se puede confundir con la danza. Uno puede bailar sin que le tiren de las cuerdecitas.
Al año siguiente Ibai, el único (en todos sus sentidos) chico, dejó el ballet por el Taekwondo.
Yo aprendí otros idiomas.
Fue en el último saludo. Llevaba de la mano una fila de niñas pequeñas. Al recoger del suelo una rosa seca que se le había caído a la pequeñaja de delante, la fila no esperó (la fila nunca espera), y al incorporarme me estrellé contra la puerta que separa la escena del mundo. Son gordas y pesadas, aún me acuerdo y me mareo.
La última vez que salí a un escenario sangraba de la nariz.
A Leticia se le deslizó un tirante del tutú y cuando la vieron correr llorando desconsolada a su camerino todos pensaron que era por la teta y no por el telón.
Me acuerdo de Sofía de vez en cuando.
Llevo un rato intentando escribir un párrafo sobre ella y no me sale. Vuelve a intentarlo, me habría dicho sin mirarme. Habría bastado. Fumaba en clase.
Decía, sólo es posible tropezarse con la duda. Y ese día empañábamos los espejos.
No decía nada, no encendía el tocadiscos. Eran horas dedicadas e entrenar al músculo a no dudar, a hacerse elástico. No se podía llorar, en el caso contrario habríamos empañado los espejos. Ella lo llamaba extensión y cuando te apretaba en los muslos para que te abrieras de piernas hasta tocar el suelo no se quitaba las botas de tacón de cuero negro. Prometo que no es fantasía.
Esto mismo, después, lo he visto en muchas partes. Sofía, de haber sido guitarrista, habría sido el flautista de Hamelin.
Y esto no se puede confundir con la danza. Uno puede bailar sin que le tiren de las cuerdecitas.
Al año siguiente Ibai, el único (en todos sus sentidos) chico, dejó el ballet por el Taekwondo.
Yo aprendí otros idiomas.
Fue en el último saludo. Llevaba de la mano una fila de niñas pequeñas. Al recoger del suelo una rosa seca que se le había caído a la pequeñaja de delante, la fila no esperó (la fila nunca espera), y al incorporarme me estrellé contra la puerta que separa la escena del mundo. Son gordas y pesadas, aún me acuerdo y me mareo.
La última vez que salí a un escenario sangraba de la nariz.